miércoles, 18 de enero de 2012

Couchsurfing: Otra manera de viajar (revista Travel Time n94)



Mi experiencia con Couch Surfing empezó por necesidad. Estaba visitando a mi hermana en Stanford y quería ir a conocer San Francisco por el fin de semana. Era miércoles y quería partir al día siguiente, pero llamé a decenas de hostales y estaba todo colapsado. Mi presupuesto no daba para un hotel, así es que cuando estaba a punto de rendirme, me acordé de me habían hablado del sitio www.couchsurfing.com, en donde te hacías un perfil y pedías u ofrecías alojamiento en cualquier lugar del mundo. Sin mucha fe, rellené los formularios y comencé mi búsqueda de “couch” en San Francisco. Creo que le pedí a cerca de una decena de personas. Como era nueva y sin referencias –y no digamos que los estadounidenses son los más confiados-, además de que lo estaba pidiendo con un día de anticipación, la mayoría me negó la solicitud, diciéndome que se iban fuera esos días, que llegaban invitados, que pintaban la casa, que el perro se comió el timbre, etc. Un par de horas después, ya sin esperanzas, y con la idea de que CS era un fracaso, recibí la respuesta de Zachary, un chico veinteañero del barrio “the Mission”, quien junto con la dirección y las indicaciones de cómo llegar, me respondía que me apareciera cuando quisiera y que su casa era la mía.

Para mi agradable sorpresa, al día siguiente me encontré en un departamento enorme, que en su minuto había sido una estación de bomberos, y que actualmente funcionaba como un “collective”. Vivían cerca de quince jóvenes medio anarquistas y bastante creativos, que tenían un proyector, escenario, varias sillas y espacios grandes, donde casi todas las noches hacían muestras de documentales, tocatas de música, “open mic”, etc. En otras palabras, sin esperarlo había aterrizado en el spot más cool de San Francisco.

En esa visita no hice el tour a Alcatraz, tampoco crucé el Golden Gate, no anduve en el tranvía, ni fui al afamado San Francisco Zoo. En vez, recorrí cada esquina y callejón del barrio, anduve en bici por la ciudad, visité las galerías alternativas, recónditas picadas de comida centroamericana, anduve por parques sin nombre y hasta me perdí el tren de vuelta a Stanford. Iba dos días, me quedé cinco, y por mí no me habría ido más.


Pasaron los meses y llegó el día de mi esperado viaje a Europa. Tenía bastante tiempo y muchísimas ganas, pero el presupuesto de un mochilero. Un hostal en Madrid y otro en Córdova, me bastaron para terminar agotada de conocer a decenas de “backpackers”, responder cien veces las mismas preguntas y sentirme un poco vieja en ese ambiente, donde la mayoría de las veces te encuentras con viajeros sedientos de carrete y aventuras. Quería vivir de otra manera los lugares que visitaba, ojalá con gente interesante que pudiera mostrarme con sus ojos su territorio, y quizás enseñarme algo que el lonely planet no supiera. Inmediatamente me acordé de CS y empecé a buscar “couch” por decenas de ciudades de Europa. Desde ahí mi viaje dio un vuelco. Entre otras cosas celebré el cumpleaños de Antuan en las catacumbas subterráneas de París, me quedé en un hermoso barrio residencial en Vienna, dormí en el colchón inflable de Gabor en Budapest, vi una película de Jodorowsky con Ole en Berlín, me bañé en las playas cerca de Roma con Mario y alojé en el maravilloso barquito de Alice en Amsterdam, entre otras muchas anécdotas.

Para mi vuelta ya me sentía en deuda con CS, y apenas llegué cambié mi status en el perfil: de ofrecerme a tomar un café con los “couchsurfers” que venían a Santiago, pasé a ofrecer alojamiento. El primero en llegar fue James Brown, un carismático inglés trotamundos lleno de historias fascinantes. Más tarde alojé a una pareja de alemanes veganos que alucinaron con el Santuario de la naturaleza, me enseñaron varias comidas sanas y deliciosas, y me tentaron con partir a India.

Gracias a ellos, hace unos meses aterricé en Mumbai, y una vez en el aeropuerto tomé el “tuc tuc” al departamento de Hempdeep Singh. Una vez más, con Couchsurfing tuve la suerte de conocer la vida cotidiana de la gente local, y caí en manos de una adorable familia de religión sikh, que me acogió como si fuera una hija, y que además, me demostró que no importa cuan lejana la cultura y país en el que estemos, siempre podemos encontrar una familiaridad con la cual sentirnos identificados. En fin, he tenido hosts fascinantes y algunos más aburridos, pero la balanza es definitivamente positiva. Lo que empecé por necesidad, hoy lo hago por gusto, ya que Couch Surfing ha logrado demostrar maravillosamente lo que dice su lema: “el mundo es más pequeño de lo que pensamos”.

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